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Carta a Lucila

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Estimada Lucila: ¿Recuerdas aquella conversación en la playa en esa fría noche? ¿Aquella en dónde arruinaste tus zapatos y me prometiste tejerme una chalina que al final no la hiciste, pero me la terminaste comprando junto con una chompa roja?. Si, fue aquella en dónde quise enseñarte a lanzar piedras mientras nos contábamos como eran nuestros días en aquel entonces. En dónde por primera vez nos dimos un abrazo y en dónde, a pesar de haber hablado tanto por tantos años, pudimos tener una conversación real, única y agradable que fue lo suficientemente terapéutica para continuar con nuestro día a día. Te menciono esto porque en estos momentos estoy sentado aquí mismo y veo parte del paisaje con ya algunos años de más y muchas cosas resueltas, pero otras más por resolver. Aún así, te permito estar a mi lado en la forma de estas palabras. Recuerdo como fue la primera vez que fui a tu casa, como mi sorpresa de llegar a una zona totalmente inexplorada por mi entonces limitado conocimiento de

¡Corre César, corre!

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Cada pisada va acompañada de una inhalación y exhalación. El inclemente sol veraniego es testigo de ese momento de libertad que se logra al ir avanzando poco a poco. Aquellas personas que van a los costados, las bicicletas estacionadas, los que toman agua, los perros que descansan junto a sus dueños y los que hacen ejercicio alrededor de mancuernas, pesas y demás artículos de gimnasio en un gran parque, complementan la imagen del correr por la mañana mientras suena mi canción preferida en los auriculares. El correr desde hace unos días me ha dado ese despeje necesario para poder olvidarme de todo por un instante. No miento que al comienzo me costó muchísimo. Es más, si bien anteriormente ya había hecho jornadas de ejercicios, el correr implica en cierta forma mayor concentración. La primera vez que lo hice no sentía responsabilidades, limites, sensaciones negativas sino una explosión de libertad dentro de mí. Lamentablemente, esto también iba acompañado a que algunas horas después n

Influencia

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¿Es bueno volver a dónde uno fue feliz? Los más optimistas dirían un "si" casi de inmediato; sin embargo, yo me animaría a decir que "no necesariamente". El tiempo es quien ha hecho que cambie de perspectiva y que pase de la primera a la segunda respuesta al tomarme un segundo más en responder y recordar, en aquel corto lapso, cosas que no deseo que regresen o volver a lugares que hoy no aportarían mucho. Recuerdo, por ejemplo, aquel bar del centro de Lima en los últimos pisos de un edificio con arquitectura colonial y de un ascensor más que peligroso. Hubo jornadas dignas de una cobertura periodística adornadas con alcohol (medianamente controlado), pero también de música, muchísima música que hizo que cada día que iba sea diferente al apreciar no solo nuevas personas, sino nuevos sonidos que ampliaban mí siempre curioso gusto musical. Conforme fueron pasando los meses, aquellas canciones nuevas ya eran cada vez más conocidas, los nuevos rostros ya eran los de siem

Escribe sobre nosotros

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  Algunos dicen que este es el invierno más fuerte que haya pasado en Lima en más de 50 años; sin embargo, me tomo la molestia de discrepar enérgicamente con tal afirmación. No porque sea ajeno a la sensación de que se me congele la nariz o la típica humedad limeña traspase hasta mis huesos, sino porque nada se compara a tu presencia que abriga aún cuando no estás presente logrando que aún este feroz clima sea solo algo pasajero. Admito que ahora mis días de semana ya no tienen mucho sentido porque ya no estoy a la expectativa del día que te pueda ver, caminar juntos, reír, entrar a un cuarto, besarnos, arañarnos, mordernos apretarnos, sentirnos, cansarnos, abrigarnos y dormir. Admito también que aún con todo lo bueno que pueda detallar en este texto eres quien más me ha hecho llorar, que has estrujado mi corazón cual papel initulizable y lo has exprimido hasta dejarlo seco, pero que por alguna razón siempre volvía a recuperarse para seguir y creo, si la memoria no me falla, que lo s

Ringo

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Aquel 17 de diciembre del 2007, una bola de pelos estuvo en la palma de mi mano. Solo hace un par de semanas acababa de nacer aquel peludo compinche el cual me hacía sentir ridículamente feliz. Lo miraba, lo puse en una caja y me llenaba de ternura el cómo se estremecía de frio. Al no saber cómo alimentarlo, puse un pequeño táper con leche y pan remojado para alimentarlo. Lo comía de a pocos, pero al menos lo estabilizaba. Al llegar el verano, y al ser uno de los últimos que disfruté en su totalidad, me gustaba meterlo a escondidas a mi cuarto y jugar con él en mi cama. A mis padres nunca les gustó que Ringo entrase a mi habitación a dormir o pasar mucho tiempo al considerar que era un espacio que necesitaba mantener cierta armonía y limpieza. Aun así, con mucha creatividad de por medio, el peludo compañero y yo nos la ingeniábamos para romper las reglas y que este se divierta hasta en la sala. Conforme el tiempo pasaba, aquella bola de pelos fue creciendo más y más, las travesuras y